EPIFANÍA DEL SEÑOR

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Is 60,1-6; Sal 71; Ef 3,2-3a.5-6; Mt 2,1-12

 

Las celebraciones en torno al recuerdo del nacimiento de Jesús, poco a poco, van avanzando hacia su fin; pero uso la palabra fin en el sentido de finalidad, del para qué; por eso, avanza hacia un fin espléndido. En este día celebramos la Epifanía del Señor, la manifestación a todas las mujeres y hombres de ayer, de hoy y de siempre, de la LUZ, con mayúsculas, que es capaz de dar sentido, de dar energía, de dar razones para vivir, para amar, para creer, para esperar: Jesús de Nazareth.

 

El evangelio de hoy nos recuerda el hecho misterioso que narra San Mateo de la visita que recibe el niño Jesús de tres sabios venidos desde Oriente, desde la tierra por donde cada día nace el Sol, la luz que da calor, que da vida, que marca el nacer de una nueva jornada, el regalo de un nuevo día.

 

Estos sabios, si procedían de Oriente, quiere decir que caminaron hacia el Occidente, hacia el lugar de las tinieblas, la tierra por donde se pone, por donde se esconde el sol, por donde desaparece la Luz. Una vez más nos lo ha recordado el profeta Isaías: “Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos”. Y nos ha anunciado y confirmado en la esperanza, también una vez más: “Sobre ti amanecerá el Señor” y “caminarán los pueblos a tu luz”.

 

Los sabios de Oriente son, ante todo, caminantes y buscadores de la luz, de la verdad. Son observadores, capaces de mirar, de escuchar, de reconocer y de arriesgar para echarse a los caminos, para contemplar algo muy, pero que muy, extraño: el nuevo Sol anunciado no nace por oriente, sino por occidente, en el lugar donde siempre han reinado las tinieblas, en el lugar que siempre ha necesitado más luz, más calor, más esperanza…

 

Una vez más, Dios nos presenta un mundo al revés. He aquí el gran regalo de este día: este Niño, Jesús, es la luz que nace una vez más para alumbrar nuestras tinieblas. Para derrotar los miedos, las desilusiones, el paso del tiempo, la injusticia, la guerra, la desesperanza, la violencia.

 

Los regalos que seguro nos hemos hecho hoy tienen que ser reflejo de este gran regalo que nos viene de lo alto. Entre ellos espero que haya podido estar el celebrar algunos de estos días en familia. Son, por tanto, días muy especiales, pues suponen un parón, un paréntesis, un tiempo distinto.

 

El paso del tiempo, la propaganda inclemente de ese supuesto “espíritu navideño” (que me arriesgo a calificarlo personalmente de muy descafeinado, de importación, común para creyentes o no creyentes, carente, sobre todo, del ingrediente fundamental de la Navidad que es la acogida del Hijo de Dios en nuestras vidas), pueden despistarnos un poco en estos días y hacernos sentir cosas tales como: “a mí estos días ya no me dicen nada; ya no me hacen ilusión”. ¡Cuidado con encadenarnos a la nostalgia del pasado! Estos días celebrados en cristiano han supuesto la contemplación, la visión del misterio más grande que la historia jamás ha oído: Dios se ha hecho uno de nosotros, Dios está con nosotros, es uno de nosotros. Come, llora, ríe, enferma, crece, se aburre, se divierte, bebe como cada uno de nosotros. Y sí, morirá como cada uno de nosotros.

 

Hoy se nos presenta no solo como uno de nosotros, sino que celebramos ese “algo más” que es Jesucristo. Este hombre como nosotros, que está aquí por nosotros, ¿quién es? Nos lo ha recordado Mateo: “de ti, Belén de Judea, saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel”.

 

Los Reyes magos son caminantes, son peregrinos. Israel tuvo que caminar cuarenta años por el desierto. Jesús caminará a lo largo de tres años predicando, invitando a seguirle, invitando a escucharle con muchísima atención porque sus palabras valen para cada uno de nosotros, invitando a verle curar, a verle hacer milagros, a verle asumir en la oscuridad la muerte por coherencia con su mensaje y su misión, en coherencia con su amor por nosotros, por coherencia con su misión de anunciar la esperanza de que se puede vivir según los valores del Reino: paz, amor, justicia, libertad…

 

Las Navidades no pueden acabar con un “ahora volvemos a la rutina”: no, hoy la Palabra nos exige ponernos en camino, dejarnos guiar por la estrella de la Palabra de Dios cada día proclamada, cada domingo celebrada con amor, con nuestra presencia, con la escucha y la comunión del Pan de Vida. Por eso, no me resisto a añadir el Anuncio de las fiestas del Año litúrgico que la liturgia nos permite añadir hoy: 

 

Queridos hermanos: 

La gloria del Señor se ha manifestado y se continuará manifestando entre nosotros, hasta el día de su retorno glorioso. En la sucesión de las diversas fiestas y solemnidades del tiempo, recordamos y vivimos los misterios de la salvación. Centro de todo el año litúrgico es el Triduo pascual del Señor crucificado, sepultado y resucitado, que este año culminará en la noche santa de Pascua que, con gozo, celebraremos el día 9 de abril. Cada domingo, Pascua semanal, la santa Iglesia hará́ presente este mismo acontecimiento, en el cual Cristo ha vencido al pecado y la muerte. 

De la Pascua fluyen, como de su manantial, todos los demás días santos: el Miércoles de Ceniza, comienzo de la Cuaresma, que celebraremos el día 22 de febrero. La Ascensión del Señor, que este año será́ el 21 de mayo. El Domingo de Pentecostés, que este año coincidirá́ con el día 28 de mayo. El primer domingo de Adviento, que celebraremos el día 3 de diciembre. 

También en las fiestas de la Virgen María, Madre de Dios, de los apóstoles, de los santos y en la conmemoración de todos los fieles difuntos, la Iglesia, peregrina en la tierra, proclama la Pascua de su Señor. 

A él, el Cristo glorioso, el que es, el que era y ha de venir, al que es Señor del tiempo y de la historia, el honor y la gloria por los siglos de los siglos. 

 

Amén. Sigamos a esa Estrella que es Camino, Verdad y Vida. Sigamos a Jesús durante este año que es el nuevo tiempo que nos regala el Señor.

 

  1. Juan José Arnaiz Ecker, scj 

 

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