Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

La narración del Génesis 2, 18-24 que hoy se lee en la liturgia quizás sea la página más antigua de la Biblia que recoge el acto creacional de Dios que se inicia con la creación del hombre y culmina con la creación de la mujer. Bajo una narración aparentemente ingenua se esconde una novedosa visión sobre el hombre (antropología) que sorprende para la época y que sigue siendo válida, y muy válida, para nuestro tiempo.

Es una narración de corte patriarcal donde se afirma la igualdad radical entre varón y mujer que siendo de sexo diverso, lo son para la complementariedad. Pero una complementariedad substancial: Uno para el otro y juntos “una sola carne”. Dos en “uno”. Una igualdad absoluta. Vivir el uno para el otro desde el diálogo entre personas que se aman donándose una a otra, sin que una prevalezca sobre la otra. Diálogo de amor que se ejercita en todas las dimensiones de la vida pero que adquiere densidad mayor en el ejercicio sexual del abrazo.

En las relaciones de la pareja “mirar” a los orígenes puede irradiar luz sobre las concreciones no tan idílicas de la vida real. En esa vida real es donde se mueven las generaciones del tiempo de Jesús que habían llegado a ciertas componendas amparadas bajo el manto de la ley mosaica.  La práctica de la vida en pareja empieza a tener un valor funcional reproductivo donde la mujer es relegada a ser valor doméstico sin ninguna relevancia social y sometida en todo al marido que en cualquier momento y por motivos bien fútiles (por quemársele las lentejas) podía echarla de casa con libelo de repudio. Esta era la práctica normal aprobada por costumbre consuetudinaria.

A Jesús en el Evangelio (Marcos 10, 2-6) se le plantea la cuestión del divorcio desde dos frentes: 

Primero son los fariseos a preguntarle. La respuesta de Jesús es sorprendente. Se atreve a ir más allá de la Ley o a buscar su raíz para ver y descubrir que “al principio no era así”. Jesús, como tantas veces, ve las cosas desde Dios y poniéndose en el sentir de Dios descubre y afirma que las intenciones de Dios al crear al hombre ( Adam – Eva) eran las de hacer de ellos “una sola carne”. Hacer de ellos una unidad irrompible. Hacer de ellos un “nosotros” más fuerte que la muerte. Esto solo será posible ser vivido “desde Dios”; desde el “Corazón de Dios”. Vivido desde el “corazón del hombre” (corazón de piedra) solo llevará al domino de uno sobre otro, al abuso, al divorcio.  

Después son los discípulos los que le vuelven a preguntar sobre el tema. Jesús, si a los fariseos les invitaba a ver el plan de Dios, a sus discípulos les invita a ver al otro. Afirma, de nuevo sorprendentemente, la igualdad total entre hombre y mujer. Tanto el hombre como la mujer son libres de tomar la iniciativa para “romper” el matrimonio. No solo es ¡cosa de hombres! También la mujer puede echar al marido. ¡Qué moderno era Jesús! Proclamar la igualdad en aquella sociedad. Y qué poco caso le hemos hecho después. Pero además de eso, Jesús les hace fijarse en la situación en que aqueda el otro componente de la ruptura. El adulterio no es “contra Dios” sino “contra el segundo miembro de la pareja”. Divorciarse es ofender al otro. Menospreciar o minusvalorar al otro. Es rebajarle de la categoría de persona a la categoría de cosa. Es reducirle a objeto que se puede utilizar y tirar a conveniencia.

Y el matrimonio es un pacto entre iguales; es una palabra dada de fidelidad mutua. Y la palabra debe tener la misma estabilidad que la Palabra (de Dios). La palabra dada debe ser eficaz cada día ejerciendo cada día el don de uno mismo para la vida del otro. ¡Es difícil! Y puede que hasta imposible para el hombre. Pero Jesús no dejará de pregonar este ideal de matrimonio. En otra ocasión el evangelista nos dirá que “para Dios nada hay imposible”. 

En el Evangelio de hoy hay un “quiebro” en el razonamiento que nos descoloca. Suena el tema de los niños que parece no venir a cuento. Sin embargo puede que en la intención del evangelista se nos esté dando la clave para comprender el camino o la viabilidad del matrimonio indisoluble. Rescato una frase del Evangelio: “El que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. A mí me da que con esta frase está dando la clave para romper la “imposibilidad” de vivir la fidelidad matrimonial. Es de nuevo ponernos en el “Corazón de Dios” y ver las cosas desde allí. Es ponernos en la situación de lo novedoso del Reino y vivir el “hoy” como si fuera “mañana” (en la plenitud del Reino).

Y esto es solo posible haciéndose niños o naciendo de nuevo. Niño es el “pequeño”. El que sabe vivir desde la plena confianza en el amor del Padre. En plena obediencia a la voluntad del Padre en amor y libertad. Hacerse niño, hacerse pequeño, hacerse pobre es la forma de vivir la relación de pareja-matrimonio para que este sea fecundo y perdurable. Hombre o mujer ante el “otro” situarse como pequeño, como servidor, como niño. Vivir “descentrados” porque mi (su) centro es ya el otro. Vivir la donación total desde la gratuidad amorosa total.  En definitiva es vivir “desde Dios” significando en nuestra vida el mismo ser de Dios. Así en verdad seremos SACRAMENTO del amor de Dios.

¿Qué decir hoy del matrimonio y del divorcio? ¿Ser cristiano es anticuado?

Creo sinceramente que orientar la vida matrimonial por los parámetros del evangelio es vivir desde la máxima profundidad humana la realidad de la pareja. Es garantía de plenitud y de felicidad, sin olvidar que es don y tarea. Creo que para vivir el matrimonio así hay que entrar en un profundo proceso de conversión y “nacer de nuevo”. Hay que descubrir la “perla preciosa” que es la vida desde Dios o desde Cristo; y solo entonces podrá llevarse a término el sacramento del matrimonio.

Creo que Dios no es solo “horizonte”; es algo más “activo”. Suelo decir que el matrimonio es “cosa de tres”. Cristo debe andar presente en la relación de pareja. El ahí también es camino, verdad y vida.

Creo que en nuestra comunidad cristiana hay mucho camino por hacer para que los creyentes lleguen al matrimonio con la vivencia de estos valores evangélicos. Nos hemos equivocado desde hace mucho tiempo en la transmisión de la fe. El matrimonio se ha socializado según los cánones del derecho romano pero ha resultado ser mucho más una imposición que una vivencia desde la fe. Se ha insistido más  en el sentido del deber que en el sentido sacramental del vivir “desde Dios” o desde el “Corazón de Dios”.

Desde otras instancias no es fácil vivir la fidelidad matrimonial. El corazón del hombre tiende a curvarse sobre sí mismo. Para enderezarle y mantenerle abierto hace falta ¡Dios y ayuda! 

Sigue siendo cierto que el Espíritu sopla donde quiere y que por lo tanto su acción y ayuda llega por muchos canales incluso para aquellos que piensan que navegan solos por la vida.

Cuando el papa Francisco dice que el sacramento cristiano del matrimonio es la unión esponsal de un hombre y una mujer y solo entre hombre y mujer, creo que está repitiendo el sentido preciso de lo que es ser sacramento del amor de Dios a los hombres y de Jesucristo a su iglesia. Así lo concibe y celebra la comunidad iglesia, comunidad de fe desde los albores del cristianismo. Otras uniones entre dos hombres o dos mujeres no son sacramento eclesial. Decir esto no es condenar a nadie, o menos valorar otras realidades, sino tan solo aclarar aquello que es o no es sacramento de la Iglesia. El tema de la posibilidad de bendiciones o de participación plena en la eucaristía, no se dirime desde aquí sino desde otras instancias. Según el criterio del Papa deberán ser analizadas cada caso en su circunstancia y en su comunidad eclesial y siempre bajo la mirada del Dios Misericordioso.

Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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