SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Gn 15,1-6;21,1-3; Sal 104; Hb 11,8.11-12.17-19; Mc 10,46-52

 

La familia, esa institución tan fundamental, tan amada, tan celebrada durante estos días de Navidad adquiere también en la celebración litúrgica una relevancia especial. Celebramos, efectivamente, la voluntad de Dios de hacerse hombre, de crecer y educarse en el seno de una familia.

 

Sabemos bien que el tema de qué es la familia está muy en discusión, muy en cambio, en ocasiones también muy a la deriva. Como Iglesia, los cristianos seguimos apostando (para no pocos de un modo tozudo) por lo que se llama la ‘familia tradicional’: hombre y mujer que, fundamentados en el amor del uno por el otro, deciden libremente, ante Dios y ante la comunidad, unirse para siempre para cultivar el bien de los dos, su amor, y para abrirse a la vida, y así llevar a cabo un proyecto de vida en común donde se apoyen mutuamente, donde se pasen las distintas etapas de la existencia, donde se sostengan y se tengan uno al otro en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, etc. Es decir, que deciden pasar el centro de su vida de sí mismos al otro que han elegido…

 

Hoy este modelo de ser familia ha mutado en muchas parejas: ha sido corregido, ha sido modificado… Los problemas que han surgido en torno a este tema son muchos y muy complejos, y no es éste el momento de entrar en ellos, pero sí que es el momento de escuchar atentamente la Palabra de Dios y sacar de ella la enseñanza, lo esencial que nos pueda dar criterios para vivir la vida de familia de modo cristiano y criterios para analizar si las novedades respecto a la familia son coherentes con ella. 

 

Dios se nos manifiesta en estos días como Dios de la paz. Y sabemos que estos días de reunión familiar a veces desembocan en días ‘de guerra’ porque no todos actuamos en la vida de modo similar. Ante todo, hay que dejar sentado que el amor es el único criterio que da validez a los distintos tipos de unión. El problema está en qué entendemos cada uno por amor. Esto nos llevaría muy lejos y, de nuevo, tenemos que ceñirnos a lo que la Palabra de hoy nos dice. 

 

Hay un personaje importante en las lecturas bíblicas que nos sirve de modelo vital: Abraham. Abraham es el padre por excelencia. Sí, es padre de una descendencia innumerable. Pero ¿por qué es padre?: lo fue porque “Abrán creyó al Señor”. Una familia exige que en el fondo-fondo de su seno se encuentre la fe. Fe en el Dios que creó la vida y la existencia: es decir, fe en que merece la pena vivir. Fe en la otra persona de quien me siento enamorada. Fe en la propia capacidad de la pareja de estar abiertos a la vida y educar adecuadamente a los hijos: ésta es una demostración enorme de la fe en la victoria sobre el miedo y el mal. En fin, fe en la compañía de Dios en esta aventura.

 

Pero fe implica, a la vez, diálogo. Abrán y Dios dialogan largamente. Abrán incluso reprocha a Dios; es un diálogo desnudo, de dos libertades, de dos personas distintas, pero unidas por los vínculos de la fe, del creer el uno en el otro. Porque Dios también cree en Abrán. Por lo tanto, para la familia la facultad de dialogar es fundamental. 

 

Y así las cosas, la Palabra de Dios nos da aquí y allá indicaciones (no siempre bien entendidas, porque somos personas que tendencialmente nos llevamos el agua a nuestro molino, pese a quien pese, distorsionando las palabras) como son el sobrellevarse mutuamente, el perdonarse, el enseñarse unos a otros, el corregirse mutuamente, el reconocer la autoridad, el amar sin asperezas… combinados con medios más de corazón, más internos: la paz como actitud del corazón, ser agradecidos, la obediencia en clave de escucha atenta que garantiza la libertad…

 

Todo esto para afirmar prácticamente tan solo una cosa: la familia es eso que pone en el centro lo pequeño, que puede ser el hijo, como puede ser el anciano, el enfermo o el roto por dentro por el motivo que sea. Por eso, la familia es lugar de futuro, que piensa siempre en futuro, porque está bien agarrada al presente que hay que llevar adelante, y que se resiste a confundir la necesaria memoria con abandonarse a la paralizante, y a veces destructora, nostalgia de momentos y tiempos que han pasado.

 

En efecto, la familia une el origen (el pasado como raíz y base), con el presente (dar cimiento, personalidad) y hace posible el futuro (se toma como referencia). Por eso, podemos aceptar que la visión de la familia que tenemos los cristianos (al menos, en general y oficialmente) puede calificarse de ‘tradicional’, porque, en efecto, es transmisión (el verbo que, en latín, expresa esta acción es ‘tradere’, de donde viene ‘traditio’, tradición). Pero, sobre todo, lo que surge de ahí es nuestra percepción de la familia como un tesoro. Surge la honra y el respeto. Surge incluso nuestro nombre propio.

 

Así pues, enraizados en la piedad a Dios, dejemos que Él abra la familia a su verdad auténtica, porque lo hace abriéndola a la verdad del amor y del futuro que crece en su seno. Con todo, el perfecto solo es Dios, en quien todos somos hijos pequeños, puestos en el centro.

 

  1. Juan José Arnaiz Ecker, scj 

 

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