Un tiempo más de conversión

Un tiempo más de conversión

¡Qué juego de “miradas” encontramos en la primera lectura! Magnífica la narración de un encuentro que se da, desde la iniciativa del Dios que se hace el encontradizo en medio de una zarza ardiendo y un Moisés que por curioso se deja “cazar” o seducir por Dios. El encuentro o alianza que se realiza entre Dios y Moisés no acabará nunca. Madurará durante toda la vida de Moisés y perdurará por siempre en el Dios que lo es de Abraham, de Isaac y de Jacob y que a partir de ahora será también el Dios de Moisés.

Es un Dios que mira, se fija y enamora a la vez que se deja enamorar o se entrega totalmente a aquel que acepta el diálogo con Él. Moisés llega a tener en su haber el “nombre” de Dios. Ciertamente será un nombre que no le servirá como talismán, porque justamente ese Dios no se deja manipular sino que es el que va delante, el que posibilita toda la realidad y el que hace obras grandes en favor de su pueblo. Va por delante en todo; va por delante en el amor que se entrega y da en plenitud. Pero es un Dios que no juega al escondite y no se pone del lado de la injusticia o de la avaricia.

Es por eso un Dios que se fija en Moisés, pero se fija en Moisés, porque antes se ha fijado y visto la opresión de su pueblo en Egipto. Y por eso está decidido a sacar a ese pueblo de la esclavitud y para ello necesita a Moisés. Un Moisés que responde: “Aquí estoy”. Un Moisés que es enviado por el Dios de las Montañas, o el Dios de Abraham, ahora con el nombre de Yahvé, EL Dios que está a tu lado para hacer historia contigo: una historia de salvación, una historia de liberación, una historia de redención. Yahvé y Moisés realizarán la gran pascua de la liberación del poder de Egipto y sellarán una Alianza nueva  en las Tablas de la Ley.

Los inicios son siempre esperanzadores, pero después la realidad de la vida, la historia no parece coincidir con las expectativas suscitadas y se entra en un camino en zigzag donde descubrimos bastante mediocridad y bastantes decepciones. Una y otra vez descubrimos que nuestros caminos no son los mismos que los marcados por Dios y nuestra historia se desajusta y desbarata.

Jesús, en el Evangelio de hoy, viene a constatar esta dura realidad. Y sobre todo constata el enmascaramiento que solemos crear o ponernos para adjudicar la realidad negativa a la culpa de los “otros”. Nunca estamos nosotros en el meollo. Nos vemos inocentes o perjudicados. Y juzgamos; y condenamos. Y es ahí donde el Evangelio de hoy nos echa un “parao”. Pilato hace una barbaridad dictatorial al asesinar a unos galileos por razones religiosas con implicaciones políticas. Quiere dar una lección “manu militari”. El juicio de la gente es el mal juicio de decir: “Si Dios lo permite, es que se lo merecen”. Ya está adjudicado el sambenito: Dios que no interviene y los muertos que eran culpables. Y Jesús, para dejar las cosas más claras, pone en la palestra otra desgracia, esta vez natural, al caerse una torre o una casa en Siloé. Hay muertos. La culpa no es de los arquitectos, sino de los moradores que eran pecadores. Si no lo fueran, Dios no lo hubiera permitido.

Jesús, responde igualándonos a todos. Todos cojeamos de lo mismo. Estamos empantanados en nuestro mundo, en nuestros valores, en nuestras cosas y así, lo que hacemos es cerrar el círculo de nuestra historia impidiendo que avance y llegue a su plenitud según los planes de Dios. Al final pereceremos todos si no optamos por salir de nuestras cavernas y nos ponemos a caminar por las sendas de justicia que el Señor nos va poniendo por delante.

Jesús utiliza en el Evangelio de este domingo la palabra mágica de “Convertíos”. Es el grito de la cuaresma. Es necesario convertirse, cambiar de dirección, engancharse en el tren que lleva a la vida. Es necesario de nuevo ponerse en pie y seguir adelante.

Nuestro mundo moderno tiene muchos señuelos o zarzas ardiendo que atraen y seducen. Nos traen locos. Pero todas estas zarzas se gastan y queman, y gastan y queman a los que se dejan seducir. Nuestra civilización occidental cada vez está más gastada  y quemada. Y seguimos tirando de ella hasta que ella nos deje tirados a nosotros. No es alarmismo. Hemos montado una Babel de difícil desmonte pero que contamina todos nuestros estamentos sociales. Y no queremos salir de ahí.

Si hemos de escuchar al Jesús, que es el Hijo amado del Padre, sería bueno empezar por admitir que necesitamos conversión. La conversión empieza por el corazón. Hemos de fijarnos o mirar a Dios en los ojos y por los ojos de Jesucristo. Él es la imagen del Padre. Hemos de intentar acercarnos a la copia del Padre; acercarnos a parecernos a Jesús en su obrar y  decir. Un Jesús que sobre todo vive desde el Padre (mira al Padre) y desde el Padre nos ve a todos como sus hermanos, con los que se solidariza hasta el extremo.  Ese es el camino y no hay otro.

La tarea puede parecer ardua y difícil. Y lo es. Pero con Dios resulta mucho más fácil. Dios con nosotros siempre. Dios en nuestro camino va por delante y tira de nosotros. Es bueno dejarse empujar por Él. La tarea es grande porque encontramos bastantes desechos en nuestro interior personal, en nuestro ámbito social y en nuestro mundo civilizado. Desembrozar siempre es ingrato o poco apetecible, pero hay que hacerlo so pena de quedarnos enzarzados para siempre. Uno ve los apagones de Venezuela y es mejor echarle las culpas a las zarzas (no solo) que a ataques cibernéticos imposibles.

Amigos y hermanos, hay remedio. Podemos llegar vivos o vivientes a la Pascua y podemos llevar a la creación hacia su Pascua. Hay que ponerse manos a la obra. No dejar para mañana lo que ya desde ahora podemos hacer. Podría indicar microempresas para superar determinadas situaciones personales y  sociales. Pero creo que lo mejor es abrirse a la Palabra de Dios. Insisto en que es bueno leer  los capítulos 5, 6, 7 de Mateo para hacer un buen camino cuaresmal. Es bueno forjar nuestro espíritu y guiar nuestras acciones por los parámetros que ahí se nos marcan. No es pedir peras al olmo. Es una tarea a la que nos invita Jesús. Su sermón del Monte nos cambia de raíz. Nos da la vuelta, de dentro afuera. Nuestra civilización, sería bastante distinta a la que estamos viviendo llevándola por derroteros imposibles. Realmente realizaríamos y construiríamos la civilización del amor, que no es ninguna cursilería, sino la civilización que se basa en la aceptación mutua, en la entrega desde el amor, en el servicio al hermano, en la sinceridad y honestidad a carta cabal, en el no juzgar y en el estar atento a los gritos de injusticia que suenan en nuestro derredor. Eso y mucho más; pero en definitiva es construir el mundo desde Dios y no desde nuestros esquemas unidimensionales.

Gonzalo Arnaiz Alvarez scj
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